Servidores Públicos
Recuerdo esas llamadas del Colegio de Abogados de Madrid a las 22:30, empezando la guardia de detenidos. «Comisaría de Usera», «calle Primitiva Gañan», «robo con violencia», esos son los primeros datos que me daban, junto al nombre y apellidos del detenido.
La comisaría a esas horas está en silencio, ciudadanos esperando para denunciar, y en ese caso yo, la abogada, esperando a ser llamada para asistir al detenido en la declaración en comisaría.
Antes, cuando no podías hablar con tu cliente previamente a la declaración, pensabas cómo avisar al detenido de que lo mejor era no declarar y hacerlo ante el Juez tras reunirse conmigo, no vaya a ser que cometiera un error; al mismo tiempo, si pensabas como ciudadana y no como profesional, concluías que lo ideal era que esa primera manifestación espontánea es esencial para que el detenido incurriera en errores que perjudicaran a su defensa.
Pero era abogada, mi obligación era la de proteger los intereses de mi defendido. En ese momento llegaba el cliente de calabozos, te miraba con resignación; había robado utilizando un cuchillo y había sido identificado por varios testigos, así que su prioridad era acabar pronto el trámite para volver a descansar al calabozo.
El policía lee los derechos al detenido delante de su abogada; y una vez que constata que no va a declarar, como ocurre casi siempre, imprime la declaración para que firmáramos el detenido y yo.
Detrás de ese trámite, hay varios policías que gestionan el atestado y una familia que hoy dormirá aterrada por culpa del robo que había sufrido su hijo; mañana habrá declaración ante el Juez y si el Fiscal solicita prisión provisional, el detenido pasaría sus primeros días de mayoría de edad en España en una cárcel de Madrid.
Esa es la rutina de una abogada de oficio; una rutina al lado de la oscuridad y el silencio; era como bajar a otra realidad ajena al Madrid que veía por las mañanas cuando llegaba a mi despacho. Era como bajar en un ascensor a otro Madrid, donde la delincuencia es parte de la rutina, y que parecía que sólo vivías cuando te tocaba guardia y había que ponerse la toga.
Al día siguiente en el juzgado veías a la víctima y su familia; aterrados no volverán a pisar la calle en varios meses a esas horas de la noche; ese niño podría ser mi hijo, y aquí a nadie parece importarle. Ves el móvil mientras esperas a que te llamen para entrar en sala, a la toma de declaración en el Juzgado de Instrucción, y en los periódicos no se habla de lo ocurrido, ni de los 45 detenidos que ese día están en Plaza Castilla. Estoy en calabozos, esperando con más abogados, que cuentan anécdotas de sus detenidos, de los cuales la mayoría de ellos estarán saliendo por la puerta de Bravo Murillo antes de las 14 horas.
La rutina del delito, la rutina de un Madrid que creemos que sólo unos pocos vemos cuando nos toca trabajar, y que olvidamos cuando llegamos a casa.
A veces enfriamos la realidad, para que no nos distraiga de lo más inmediato. Hablaba de un ascensor que me llevaba a una realidad lejana a la que se vive en el día a día; pues bien, ese ascensor está subiendo y ya está siendo la rutina de muchos barrios. Esas familias aterradas se multiplican, y tal vez toca dar el paso de la anécdota a la denuncia. Toca cambiar las cosas, toca proteger a las generaciones venideras. Hagamos lo que hagamos, toca en definitiva no mirar hacia otro lado.